Lun. Nov 18th, 2024

Frédéric Duhart

F. Xavier Medina

Introducción

Para aquellos que se preguntan sobre la capacidad de un plato de traspasar las fronteras culturales y adaptarse a las condiciones propias de otras culturas alimentarias, el ejemplo de la paella se impone muy deprisa. Si es necesario resumir muy brevemente su historia se podría escribir que de un arroz servido en Valencia ha devenido emblema culinario español, antes de enraizarse en los paisajes alimentarios distribuidos por todo el mundo. Asimismo, este plato se impone también dentro de una selección de trabajos ofrecida por Helen Macbeth sobre la frontera hispano-francesa, distinguiendo los dos territorios donde los destinos de la paella son particularmente interesantes.

Por un lado, en efecto, tenemos la España que vio nacer la paella y después la ha visto erigirse lentamente como emblema culinario nacional, a veces incluso abrumador; por el otro, la Francia que la ha considerado durante mucho tiempo como un plato totalmente extranjero, antes de que varios factores la banalizaran en ciertas regiones donde los habitantes (algunos que otros situa dos notablemente cerca de la frontera) se la apropiasen. Alternativamente, por comodidad, consideramos los destinos de la paella en España más que en Fran cia. Como veremos en el desarrollo del texto, las dos historias y movimientos se cruzan a menudo.

De la Albufera a Canarias: un destino español

En la larga historia española de la cocina del arroz, la paella no interviene más que tardíamente. Aparece en el siglo xIx en las campiñas valencianas donde el arroz se afirma como un alimento campesino esencial después de decenios que han visto incrementar la cultura fuertemente. Es fundamentalmente un plato del campo, nacido de la práctica culinaria de los trabajadores agrícolas: la paella se adapta perfectamente al transporte y a la cocina a fuego abierto; el arroz permite prepararse para responder a las necesidades de un grupo de trabajadores de fuerza y en sus formas mejoradas, a menudo mediante el añadido de un pollo o de un conejo para los comensales de una fiesta campestre.

La paella original es un alimento de refuerzo: un plato de desayuno. Desde antes del final del siglo xIx, la paella ha adquirido una dimensión parti- cular dentro del repertorio culinario valenciano. A los ojos de los habitantes de otras partes de la región y de los extranjeros, se convierte en una especie de plato típico, una pieza maestra de la identificación cultural de Valencia y de sus alrededores. En otra carta dirigida al célebre gastrónomo Thebussem, publicada por primera vez en 1883, José de Castro Serrano evoca grandes especialidades locales, “platos nacionales” de un país donde la cocina carece de unidad. “El arroz a la valenciana, que en ninguna provincia se sabe hacer como en Valencia” inaugura su breve lista. En 1896, el francés Eugène Lix ya filma la realización de una paella en Valencia.

En paralelo, la afirmación de la paella como un plato en sí mismo toma poco a poco forma. José Antonio Giménez y Fornesa argumenta, a partir de 1887, en el apéndice de su Novísimo arte práctico de cocina perfeccionada que “entre muchas otras cosas, contiene la paella valenciana”. Al mismo tiempo que se con- vierte en un emblema nacional, la paella no deja de ser un plato valenciano recurrente en la construcción y la afirmación de un sentimiento identitario local.

Evacuado del Nueva Orleans sumergido después del paso del huracán Katrina, un joven superviviente valenciano declara a los periodistas que lo esperan al bajar del avión que le trajo a su tierra natal: “¡En cuanto pueda, comeré una paella!”

En la segunda mitad del siglo xIx, cuando la paella hace su entrada en la literatura culinaria española, se encuentra muy identificada con su región de origen. Según el gastrónomo y editor gastronómico José María Pisa, la primera receta de una paella publicada en un manual de cocina española apa- rece en Madrid en 1861, en la segunda edición de La cocina moderna, según la escuela francesa y española, una obra escrita por los cocineros de la Sra. Marquesa de Campo Alange, a saber, por Mariano Muñoz y el Sr. García

LA PAELLA EN LAS CULTURAS CULINARIAS ESPAÑOLAS Y FRANCESAS (SIGLOS XIX-XXI)

En el artículo “arroz” de su diccionario de cocina, Ángel Muro celebra detenidamente la cocina del arroz en uso en la región de Valencia y comienza su lista de recetas con arroz a la valenciana a fin de “rendir homenaje al país del arroz, a la cuna de las verdaderas paellas.”

La paella comienza en esta época a interesar fuera de su región de origen, pero a veces al precio de profundas transformaciones. Tal y como la entiende el cocinero del duque Fernán Núñez, la paella es un plato perfectamente adaptado a las partidas de campiña de la más alta sociedad madrileña, pero con una guarnición cárnica que mezcla anadón, pollo, anguila, muslos de rana, cangrejos, langosta, escalopes de bacalao, caracoles, filetes de cerdo y chorizos el resultado no tiene ya mucho que ver con los platos también festivos que podían preparar la mayoría de los habitantes del antiguo reino de Valencia. En 1930, para las coci- neras de El Amparo, un restaurante frecuentado por las elites de la industriosa Bilbao, la sopa de arroz paella, que se gratina, y la sopa de arroz paella a la valen- ciana, cuya cocción requiere un horno, son platos de primer servicio.

La implantación de la paella levantina en otros de los sectores arroce ros de España, Andalucía, se opera entre el final del siglo xIx y comienzos del siglo xx. En estas tierras meridionales, donde otras tradiciones culinarias del arroz preexisten, la paella viene a añadirse al repertorio de recetas, adaptándose en algunos casos e imponiéndose en otros bajo la forma muy personalizada de paella a lo Juanito que un restaurador propone en mayo de 1929 a banqueros invitados por los jugadores del Sevilla F.C. La implantación de la paella pasa también por una adaptación al contexto alimentario local. En Sevilla se sirve en forma de raciones adaptadas a la práctica del tapeo. En el Mesón Puerta de Jerez, a principios del año 2000, los clientes autóctonos degustaban la paella andaluza del dueño en este formato, mientras que los turistas lo comen como plato.

Hasta avanzado el siglo xx, el arroz sólo ocupa un lugar muy reducido en la cocina de varias regiones españolas, tal y como ocurre con el País Vasco. Sobre las mejores mesas burguesas de esta región, el arroz aparece de vez en cuando durante los primeros servicios en las formas de preparación de moda. En 1889, por ejemplo, en una visita del obispo a la villa de Bergara (Guipúzcoa), la relación de la comida servida a los notables locales consiste en un Arroz a la valenciana. Habida cuenta de su posición en la comida, en la que lo mejor y más consistente estaba aún por venir, es necesario entender que este arroz debía estar más próximo a las preparaciones que encontramos en El Amparo o el Arroz Valenciano de la cocina internacional que a una verdadera paella.

En el contexto económico difícil de la posguerra española, a partir de los años cuarenta, el consumo de arroz se desarrolla y se generaliza en el País Vasco. En primer lugar es empleado para hacer arroces al gordo, cocinados con un caldo surtido de carne o aves. La introducción de la paella en el arte culinario de los medios populares vascos va a ser más tardía y se origina por múltiples factores: forma parte del equipaje culinario de algunos de los emigrantes atraídos por las posibilidades de trabajo ofrecidas en una de las más ricas regiones industriales del país y se encuentra puesta en primer plano sobre las mesas de los restaurantes –como en el conjunto del territorio nacional– por la estrategia de desarrollo turística adoptada a partir del final de los años cincuenta por Franco. Será a partir de los años 1960-1970 cuando la paella integre plenamente el corpus de la cocina familiar de los vascos. E inicialmente se surtió exclusivamente de carne, antes de que los mariscos entrasen a completar su guarnición.

Incluso muy conocida y consumida, la paella permanece en el País Vasco bastante identificada como un plato de la costa levantina, de la Comunidad Valenciana, e incluso de Cataluña y de Barcelona, la ciudad cosmopolita de cocina integradora. Con el paso del tiempo, la paella ha perdido su originalidad para fundirse en la masa de fórmulas de la cocina usual. Innegablemente acaba naturalizándose en el País Vasco, pero no existe una voluntad fuerte de convertirla en plato del país, de patrimonializar la regionalmente.

El concurso internacional de paellas de Aixerrota (Vizcaya), cuya quincuagésima tercera edición ha tenido lugar en 2008, ofrece una original ilustración de esta situación. Si la cultura local está bien representada entre las actividades relacionadas con este evento que atrajo a más de cuarenta mil personas en julio de 2006, también es necesario hacer constar que la paella se moviliza y se pone en escena como plato español, e incluso universal. No se trata sólo de hacer un monumento culinario vizcaíno.

El desarrollo turístico y las políticas que lo fomentaron forman el zócalo de la paella, elevada como emblema de la España gourmande. En otras palabras, la paella como monumento nacional es una herencia de la voluntad del General Franco, una impresión en el paisaje gastronómico de su representación de la nación española, una especie de Valle de los Caídos culinario. De ahí la divergencia actual en la aceptación del emblema en España y fuera de España.

LA PAELLA EN LAS CULTURAS CULINARIAS ESPAÑOLAS Y FRANCESAS (SIGLOS XIX-XXI)

Para los extranjeros, la paella es un monumento típicamente español (más que valenciano) que es necesario visitar con tenedor. Mientras que dentro del país puede a veces considerarse como una herencia que pesa, un plato-tó- pico que a menudo es mejor vender que consumir. Las operaciones de propaganda y publicidad emprendidas por el Ministerio de Información y Turismo español (1952-1977) siguen dando resultado en el campo del culinario.

En efecto, la paella y las otras especialidades que se elevaron a la categoría de emblemas un tanto artificiales (muy precozmente sostenidos por los deseos que despertaron en los veraneantes) conservan un verdadero poder de atracción. El menú turístico sobrevivió a la llegada de la democracia y se lleva actualmente muy bien: un texto expuesto en abril de 2003 en la entrada de un restaurante situado en los accesos inmediatos del Giralda, en Sevilla, decía: Menú del sol – menu of the sun – sonnen menu: gazpacho, sangría, paella.

Dondequiera que se encuentren en España, los visitantes extranjeros buscan la paella, el plato ibérico. Una reciente investigación pone de manifiesto que la mayoría de los turistas que examinan las calles de Barcelona consumen sobre todo paella y sangría. El caso de esta ciudad es muy interesante ya que posee la reputación de ofrecer la posibilidad de probar paellas situadas entre las mejores de España, en restaurantes de gran renombre. Con su paella parellada, el restaurante Les Set Portes, fundado a principios del siglo xIx, forma parte de estos establecimientos.

Pero este mismo deseo se encuentra en el conjunto del territorio nacional. En las ventas fácilmente accesibles del Alto de Ibardin (Navarra), los turistas se apresuran a encargar paella y sangría. Solamente algunos metros los separan de Francia, pero ya están en España… en otra dimensión, más allá de lo cotidiano, donde sus sueños ibéricos deben materializarse cuanto antes, libres de ofrecer el espectáculo de un formidable “cafarnaum.”

A partir del momento en que se traspasa la última frontera, comienza la tierra de Carmen y Manolete; entonces, por fuerza, “el color de la paella” resulta inevitable sobre el cuadro ofrecido a los aficionados de lo pintoresco. Les Charlots font l’Espagne (1972), una obra destinada a distraer a los franceses que aprovechan la prosperidad y les agrada pasar sus veranos más allá de los Pirineos, muestra perfectamente las atenciones que suscita el país. La acción se concentra en tierras catalanas, no lejos de la frontera. Toros, cabras, trajes de sevillana, flamenco y paella son co vocados. Ésta última aparece flanqueada por la sangría como plato principal de una boda, y da lugar a una serie de gags muy colegiales.

La misma lógica se encuentra en Canarias. El alejamiento de la península y el sol africano no importan, el turista considera que está en España y alimenta, por lo tanto, esperanzas legítimas como la de probar una auténtica paella. Linda Waterman, decidida a descubrir la paella perfecta por sí misma, describió grupos comensales de turistas nórdicos en pantalones cortos y sandalias afanados en degustar el famoso plato de arroz en los restaurantes del paseo marítimo, en Santa Cruz. El nombre muy bien elegido de un restaurante de Los Llanos confiere a la paella de la casa una hispanidad de lo más perfecto: es la paella Cervantes.

El auge turístico español aprovecha especialmente una paella unificada, que el turismo mismo contribuyó a crear. Se caracteriza por una guarnición mixta, barata y definitivamente muy estandarizada. Estas dos últimas características hacen de ella una verdadera innovación. En efecto, las guarniciones de las copiosas paellas servidas durante las jornadas de campo de los aristócratas del final del siglo xIx y comienzos del xx eran ya mixtas, pero fueron concebidas como un derroche de ingredientes prestigiosos.

Así pues, en la receta de Arroz (paella) a la Valenciana que la marquesa de Parabere indica en 1940, encontramos entre otros ingredientes pollo, filete, anguila, cangrejos, grandes camarones, almejas, alcachofas. Paralelamente, en el corazón mismo de la cuna levantina, las paellas mixtas eran “tradicional- mente” posibles, en relación con el grado de humor, la voluntad y las casualidades de la geografía. En algunos pueblos costeros de la provincia de Valencia, en los años setenta, la anguila se asociaba al jamón y los mejillones al pollo.

Nada en estos caracteres elitistas o campesinos resulta comparable con el carácter compuesto de la paella unificada. Las poblaciones locales no se engañaron y expresaron sus escrúpulos respecto a esta paella híbrida y ambigua, extraña quimera a la vez demasiado rica y sorprendente y, a la par, demasiado pobre, habida cuenta de su guarnición variada pero sin prestigio. Aún hoy, los gastrónomos, tal como ocurre con los autores del muy copioso 100 paellas y una fideuà, denuncian este plato donde el camarón se combina con el pollo como un herejía.

A pesar de ello, la elaboración de esta paella mixta se extendió fuera de los restaurantes para turistas. Casi toda España, incluso en la zona valenciana

menos concurrida, se ve afectada y no se libra de este movimiento: la paella unificada se ha convertido en la paella estándar, la más popular también. El plato creado en los restaurantes para turistas, pilar de un “falso-contacto” a precio accesible con el arte culinario español, ha penetrado en la intimidad del hogar y las celebraciones familiares.

Sobre el conjunto del territorio español, la paella ocupa hoy un lugar destacado entre los platos elegidos por las asociaciones y los grupos más diver- sos cuando se trata de comer juntos. Su coste de preparación es muy flexible y su perfecta adaptación a un servicio rápido, sin modales y generoso, explica mucho tal éxito, que es suficiente para hacer de ella un plato nacional.

El estatuto de emblema culinario nacional conferido a la paella, sin dejar de ser artificial, se volvió con el tiempo muy real, por el simple juego de la fuerza de las representaciones. Incluso las comunidades más vinculadas a su identidad se ven obligadas a reconocerlo. En el caso de Cataluña, el equilibrio es especialmente sutil. En la semana catalana organizada en octubre de 2003 en Agadir, la delegación de la Generalitat de Cataluña en Marruecos ofreció una gran paella de mariscos. La elección de este plato español resultaba la más adecuada, seguramente, en la otra orilla del Mediterráneo. Pero esta paella no fue sólo el emblema conveniente de la hispanidad sino también la puesta por delante de una catalanidad: la paella, como por otra parte el arroz en general, ocupa un lugar destacado en la identidad culinaria catalana, y Barcelona la elevó al rango de uno de sus símbolos alimentarios.

La paella hace su entrada en la literatura culinaria de lengua francesa a partir de la segunda mitad del siglo xIx. Tiene una función bien definida, la de representante de una cocina altamente pintoresca y pletórica, más digna de curiosidad que de aprecio: “La paella es el plato indispensable para los grandes banquetes de los españoles, ya que es demasiado cara si es para todos los días; en algunos casos, forma por sí sola toda la cena, por lo menos para los platos de cocina. Compro- meto a los cocineros a servir este plato sólo a españoles” escribe Urbano Dubois en su Couisine de tous les pays (1868) antes de presentar una receta que incluye filetes de buey, de cerdo, chorizos, jamón, pollos, conejos, palomas, perdigones, anguilas, pageaux, caracoles, alcachofas blandas, pimientos suaves, pequeños guisantes, habas, zanahorias y tomates… La olla podrida encontró un digno suce- sor en el imaginario culinario francés… y para mucho tiempo: ¡esta receta se reanuda sin ninguna modificación en la rúbrica “cocina extranjera” de L’art culi- naire français publicado por primera vez en 1957! La paella es despreciada por los chefs franceses pero, sin embargo, la cocina levantina del arroz los inspira. En la Guide culinaire que Auguste Escoffier publica al término de una vida que transcurrió en prestigiosas cocinas, se menciona un Riz Valenciennes.

Una lectura de las recetas pone de manifiesto rápidamente que su nombre no hace referencia a la ciudad del Norte sino más bien a la Valencia española y que existe una relación tan cierta como alejada entre ellas y la paella. Envuelto en mantequilla, antes de mojarse con caldo y cocinar con dados de jamón, setas, un fondo de alcachofa salteados y eventualmente acompañado de un pimiento rojo, el Riz Valenciennes es prioritariamente una guarnición para aves. Pero “puede servirse como plato especial”, acompañado en ese caso de salchichas. En perfecta autonomía, libre de toda representación española, estos platos integraron el directorio de la gran cocina.

La situación de España en el discurso gastronómico francés evoluciona lenta pero extraordinariamente en el transcurso del siglo xx, y la representación de la paella es uno de los testigos de este cambio, como revela una comparación de las sucesivas ediciones del Larousse gastronomique. Así, Prosper Montagné propone en 1938 una imponente receta y califica la paella de plato truculento compuesto de “comestibles que generalmente, al menos en casa, no es de uso asociar en una misma preparación”; presenta, pues, la paella como un plato exótico, en el sentido de que pertenece a la cocina del Otro, y pesado, puesto que acaba su artículo escribiendo que constituye “ella sola una comida completa, y una comida de lo más copiosa”. En 1960, Le Nouveau Larousse gastronomique, revisado por Robert J. Courtine, conserva la receta pero la adición de una frase al final del artículo pone de manifiesto que si bien la paella permanece muy asociada a una representación de España, su particularidad está reduciéndose, ya que pierde su desmesura: constituye “una comida de lo más copiosa, pero se sirve a menudo menos completa”. La edición de 2000 habla sobre el origen de su nombre y la gran variabilidad de sus recetas; la presenta como un plato español pero que se matiza en función de las tierras y propone una fórmula simple, que muestra el estilo o gusto actual, que no se basa ya tanto en lo pintoresco sino en lo auténtico: sus ingredientes son los de una paella mixta básica (pollo, calamar, langostino, almeja, pimienta, cebolla…) y se realiza una parte de su cocción al horno pero en la paellera.

Cuando los primeros aficionados franceses de paella prueban este plato en un restaurante es, en realidad, toda una representación de España lo que con- sumen. Ahí está, por ejemplo, el Barcelona, un establecimiento instalado en los años 1930 en la calle Geoffroy-Marie de París. Los clientes de este “bar andaluz” pueden probar la “verdadera paella valenciana (arroz especial)” en un marco donde todas las noches se amenizan con conciertos de guitarra. El nombre del restaurante es el de la capital de Cataluña (noreste de España), el bar es “anda- luz” y se anima con aires de guitarra (España del sur) y la paella valenciana viene de Levante… Aquí todo se basa en la combinación de elementos dibujados en distintas culturas, de “fragmentos de tipicidad” en algún sentido. El producto de esta mezcla es una imagen sorprendente y artificial de la España que, cortada a grandes golpes de atajos, sabe seducir y es muy fácil de vender. En la segunda mitad del siglo xx, el turismo de masa recicla antiguos tópicos y crea nuevos, reforzando de hecho la posición ya bien establecida de la paella en el rango de símbolo de práctica cultural (culinaria) del vecino español.

Con la llegada de los refugiados españoles, luego emigrantes económicos y pies-negros repatriados del Oranais en el territorio francés, la paella también ha pasado a ser en el transcurso del siglo xx un plato preparado por un otro próximo, a veces cerca de ser adoptado. El importante correo y las llamadas telefónicas recibidas por Raymond Oliver después de su presentación televisada de una receta de paella ponen de manifiesto que en los años setenta está muy presente en Francia un conocimiento doméstico de este plato.

Al integrarse lentamente en el repertorio culinario usual de los franceses, la paella se hace paëlla, un plato banal, que no hace ya soñar mucho… sobre todo cuando se propone en los refectorios de las colectividades. Sin embargo la paëlla cohabita, sin sustituirla, con la paella cargada de promesas exóticas. Puesto que es reconocida por sus vecinos como típicamente española, la paella forma parte de los emblemas culturales que una comunidad, hoy muy bien integrada, utiliza para recordar agradablemente su origen: muchas asociaciones culturales españolas organizan veladas de paella.

En Languedoc y en Provence, la paella ocupa un papel particular en las tradiciones imaginadas por los españoles bien integrados y por los franceses fascinados por España que componen el pequeño mundo de los aficionados a la tauromaquia. Ir a comer paella en las avenidas Paul Riquet de Béziers o a lo largo de Jean Jaurès en Nimes constituye una etapa admitida en el recorrido de un aficionado que “hace” seriamente las ferias de estas ciudades.

En las dos vertientes de la cadena pirenaica, en las zonas fronterizas donde se concentran los flujos de turistas con destino a España, la paella conoce una dinámica particular y se encuentra precozmente inscrita sobre las cartas de numerosos restaurantes preocupados por atraer hacia sus mesas viajeros de paladares impacientes. En los años cincuenta forma parte de la carta ordinaria de un buffet gastronómico sncf de Bayona o de la Central hôtel de Cerbère. En la actualidad, figura, de manera inevitable, en las cartas turísticas “catalanas” que son propuestas por los restauradores de la Côte Vermeille/Côte Catalane.

En Colliure, en Cerbera, o más adentro, en Céret, los turistas venidos del Norte –los franceses en particular–, se apresuran a probarla, a menudo después de haberla precedido con un pà amb tomàquet acompañado de jamón crudo y regado con sangría, mientras que sus colegas españoles buscan más bien platos resultantes de una tradición más francesa. Así es como, finalmente, en el marco de una carta muy “española” presentada como “catalana”, la paella viene a satisfacer el hambre de Sur de los turistas franceses.

En la Costa Vasca, durante algunas décadas, la paella incluso se convirtió en un plato local. Incluida en ocasiones en algunas cartas durante la primera mitad del siglo xx, la paella deviene recurrente en las mesas de los restaurantes de las ciudades balnearias a partir de los años cincuenta. En 1963, Odette Pannetier califica –en su crítica al Viejo Albergue de Saint-Jean-de- Luz–, la paella valenciana como inevitable y, ciertamente, aparece varias veces en la relación de su estancia gastronómica en el País Vasco.

Si el nombre de este plato sigue siendo una referencia explícita a España, su proceso de arraigo local ya se inicia comprometidamente: en 1954 el restaurante parisiense Le corsaire basque propone a sus clientes una paella que no es española sino “como en Saint-Jean-de-Luz”. Poco a poco, la paella se encuentra literalmente basquizada. Las tarjetas postales que llevan recetas de la “paella vasca” son un buen ejemplo.

Mientras los más antiguos tópicos hacen marcadas referencias a España por los accesorios colocados en los alrededores del plato, los más recientes sólo recurren a emblemas locales, en este caso la famosa ropa vasca. Esta regionalización de la paella va más allá de un oportunismo comercial, ya que posee una verdadera profundidad. En la Costa Vasca, la paella encontró en efecto, usos sociales similares a los que hay en España y se inscribieron duraderamente en la cultura alimentaria de las familias sin relaciones directas con la comunidad inmigrada y sin intereses particulares por el país vecino.

Conclusión

En España, la historia de la paella es básicamente la de una vasta extensión espacial de un tipo de preparación de una receta con origen muy localizado. Este movimiento conduce a hacer un fuerte emblema culinario, a pesar de que los orígenes dolorosos y políticos de su aparición como tal le confieren, al menos inicialmente, una determinada artificialidad: la penuria de la posguerra española, que modifica el uso del arroz en algunas provincias, la voluntad política del dictador y las demandas de turistas que asaltan cada verano el país exigiendo paellas que se encuentran desde Santander a Las Palmas.

Localmente, esta “paella unificada” se agrega a directorios culinarios y reencuentra usos sociales. El mismo fenómeno se da en algunos sectores de la frontera pirenaica: aparecida en estas tierras para responder a las demandas de turistas impacientes o por causa de los traslados de gentes que generaron las políticas franquistas, la paella se establece, se localiza: se convierte en un plato autóctono y reencuentra sus funciones en la vida social local.

Esta historia de la paella en las zonas fronterizas no es más que una etapa de su aventura en Francia; de esa etapa que comienza a partir del siglo xIx, cuando algunos autores presentan en sus obras recetas de paella con pro- porciones pantagruélicas: estas fórmulas vienen a alimentar una representación clásica y dura de la gastronomía y la cocina española, la de la plétora pintoresca. La paella se vuelve uno de los atributos de la carta de los restauran- tes españoles de la capital o de otras ciudades; no pierde nunca completamente su “gusto ibérico”, excepto quizá cuando toma la forma de las peores paëllas servidas en las colectividades del norte de la Francia de manera ocasional.

Al probarlos bien, algunos de sus arroces mal cocinados y con guarniciones poco adecuadas se asemejan mucho a ciertas paellas servidas de vez en cuando en los restaurantes universitarios madrileños. A través de marcos territoriales, cuyo rebasamiento es un hecho esencial en su historia, la paella se prepara, se consume y se piensa en una infinitud de contextos que a veces superan con creces las dimensiones puramente geográficas.

La paella sabia y minuciosamente elaborada por un cocinero al aire libre que encontramos en Montpellier es más cercana, y sólo la inversión técnica y emocional que implica su preparación la separa de la paella ideal de muchos valencianos, una paella ideal que no es, desde luego, la paella industrial servida en la costa levantina a turistas apremiados.

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