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Ley de fugas. Guardias civiles disparan contra bandidos que huyen. :: LP
El 31 de julio de 1898, el semanario madrileño 'Vida Nueva' publicó por primera vez un cuento de Vicente Blasco Ibáñez titulado 'La paella del roder'. En la narración, el novelista fabula a su gusto sobre la figura de un matón a sueldo de un cacique político del momento, 'Don José', «poderoso señorón de Madrid» y diputado por un distrito valenciano, que lo agasaja con una comilona (la paella) y lo traiciona. Bolsón acaba siendo acribillado por la Guardia Civil en un campo de naranjos porque se había convertido en un amenazante estorbo.

Este es un cuento perteneciente al libro La condenada y otro cuentos, excelente para una lectura tranquila. El libro La condenada, relata una serie de cuentos, cada uno distinto entre si, que marcan la vida de época, los ideales frescos del autor y una colección sentimental amplia. El libro esta escrito en un modo ampliamente descriptivo de un lugar, objeto o momento. La lectura es vigorizante e ideal para fomentar la creatividad en el tiempo libro

El personaje, Quico Bolsón, existió de verdad, era un bandido de la época y cayó abatido por la Guardia Civil, pero no entre naranjos en flor, como en el cuento, sino en una fonda de Alcoi, el 31 de octubre de 1879, cuando tenía 30 años.
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Blasco Ibáñez se inspiró en la atribulada trayectoria de este ‘roder’ -de quien aún se hablaba cuando escribió su pequeña obra- para componer la figura de un personaje algo distinto y que cuadrara con lo que más le interesaba al novelista-político: denunciar mediante su fábula los tejemanejes de ciertos miembros de la clase política del momento y sus abusos y excesos de todo tipo, con tal de ganar las siguientes elecciones y mantenerse en la poltrona del poder.

Nada nuevo respecto a la realidad de otras épocas, salvando las distancias y los métodos, a menudo más sutiles y afortunadamente incruentos. Porque Bolsón mata en el cuento por el interés político de quien sirve, a fin de asegurar su triunfo, y, como en las películas negras, se adivina su fin truculento: es abandonado por su propio jefe.

Sin embargo, el historiador Manel Arcos ha averiguado, en sus investigaciones sobre el extendido fenómeno del bandolerismo valenciano, que Bolsón nunca fue un sicario al servicio de otros, como lo presenta Blasco en el cuento, sino que ‘trabajó’ por su cuenta.

Josep-Ramón Sanchis Sanchis, conocido popularmente como Bolsón y otras veces como Bolsonet, nació en septiembre de 1849 en Manuel, comarca de la Ribera Alta, aunque vivió en Alzira, donde ejerció el oficio de molinero.

Pero le debía aburrir una existencia tan pacífica y optó por ‘echarse al monte’. En 1870, cuando sólo tenía 20 años, fue detenido por su implicación en el robo y muerte de ‘la Beateta’, una anciana de 84 años de Xátiva. Y al poco de ser condenado a 15 años logró escapar de la prisión de San Narciso, en Valencia.

Manel Arcos ha logrado recomponer casi todas sus peripecias «porque en la prensa de la época, como en LAS PROVINCIAS, hay innumerables crónicas sobre este tipo de sucesos». Así ha sabido que en 1874 fue acusado Bolsón de haber matado a tiros en a un vecino de Senyera y que un juzgado de Alberic lo buscaba por la muerte de una mujer del mismo pueblo.

Poco más tarde estuvo en busca y captura por el asesinato de un hombre conocido como ‘El Cabo’ y junto a otro bandolero, Francesc Rico Navarro, alias ‘Basset’ o ‘Francesc el de Onil’, formó un tándem peligrosísimo que se prodigó en asaltos por el sur de la provincia de Valencia y norte de Alicante y tuvo en jaque a la Guardia Civil, hasta caer en una encerrona en Alcoi.

A Bolsón se le achacaron al menos 22 homicidios e innumerables atracos. En su cuento, Blasco lo presenta «con 30 años de hazañas y más de 40 procesos judiciales en suspenso», pero que ya le pesan, por lo que requiere de ‘Don José’ que le consiga un indulto que nadie busca.” Las provincias 2013/08/20

Fue un día de fiesta para la cabeza del distrito la repentina visita del
diputado, un señorón de Madrid, tan poderoso para aquellas buenas
gentes, que hablaban de él como de la Santísima Providencia. Hubo gran
_paella_ en el huerto del alcalde; un festín pantagruélico, amenizado
por la banda del pueblo y contemplado por todas las mujeres y
chiquillos, que asomaban curiosos tras las tapias.

La flor del distrito estaba allí: los curas de cuatro o cinco pueblos,
pues el diputado era defensor del orden y los sanos principios; los
alcaldes y todos los muñidores que en tiempos de elección trotaban por
los caminos trayéndole a don José las actas incólumes para que manchase
su blanca virginidad con cifras monstruosas.

Entre las sotanas nuevas y los trajes de fiesta oliendo a alcanfor y con
los pliegues del arca, destacábanse majestuosos los lentes de oro y el
negro chaqué del diputado; pero a pesar de toda su prosopopeya, la
Providencia del distrito apenas si llamaba la atención.

Todas las miradas eran para un hombrecillo con calzones de pana y negro
pañuelo en la cabeza, enjuto, bronceado, de fuertes quijadas, y que
tenía al lado un pesado retaco, no cambiando de asiento sin llevar tras
sí la vieja arma, que parecía un adherente de su cuerpo.

Era el famoso Quico _Bolsón_, el héroe del distrito, un _roder_ con
treinta años de hazañas, al que miraba la gente joven con terror casi
supersticioso, recordando su niñez, cuando las madres decían para
hacerles callar: «¡Que viene _Bolsón_!»

A los veinte años tumbó a dos por cuestión de amores; y después al monte
con el retaco, a hacer la vida de _roder_, de caballero andante de la
sierra. Más de cuarenta procesos estaban en suspenso, esperando que
tuviera la bondad de dejarse coger. ¡Pero bueno era él! Saltaba como
una cabra, conocía todos los rincones de la sierra, partía de un balazo
una moneda en el aire, y la Guardia civil, cansada de correrías
infructuosas, acabó por no verle.

Ladrón... eso nunca. Tenía sus desplantes de caballero; comía en el
monte lo que le daban por admiración o miedo los de las masías, y si
salía en el distrito algún ratero, pronto le alcanzaba su retaco; él
tenía su honradez y no quería cargar con robos ajenos. Sangre... eso sí,
hasta los codos. Para él un hombre valía menos que una piedra del
camino; aquella bestia feroz usaba magistralmente todas las suertes de
matar al enemigo: con bala, con navaja; frente a frente, si tenían
agallas para ir en su busca; a la espera y emboscado, si eran tan
recelosos y astutos como él. Por celos había ido suprimiendo a los otros
_roders_ que infestaban la sierra; en los caminos, uno hoy y otro
mañana, había asesinado a antiguos enemigos, y muchas veces bajó a los
pueblos en domingo para dejar tendidos en la plaza, a la salida de la
misa mayor, a alcaldes o propietarios influyentes.

Ya no le molestaban ni le perseguían. Mataba por pasión política a
hombres que apenas conocía, por asegurar el triunfo de don José, eterno
representante del distrito. La bestia feroz era, sin darse cuenta de
ello, una garra del gran pólipo electoral que se agitaba allá lejos, en
el Ministerio de la Gobernación.

Vivía en un pueblo cercano, casado con la mujer que le impulsó a matar
por vez primera, rodeado de hijos, paternal, bondadoso, fumando cigarros
con la Guardia civil, que obedecía órdenes superiores, y cuando a raíz
de alguna hazaña había que fingir que le perseguían, pasaba algunos días
cazando en el monte, entreteniendo su buen pulso de tirador.

Había que ver cómo le obsequiaban y atendían durante la _paella_ los
notables del distrito. «_Bolsón_, este pedazo de pollo; _Bolsón_, un
trago de vino.» Y hasta los curas, riendo con un _¡jo jo!_ bondadosote,
le daban palmaditas en la espalda, diciendo paternalmente: «_¡Ay
Bolsonet, qué mal eres!_»

Por él se celebraba aquella fiesta. Sólo por él se había detenido en la
cabeza del distrito el majestuoso don José, de paso para Valencia.
Quería tranquilizarle y que cesase en sus quejas, cada vez más
alarmantes.

Como premio por sus atropellos en las elecciones, le había prometido el
indulto, y _Bolsón_, que se sentía viejo y ansiaba vivir tranquilo como
un labrador honrado, obedecía al señor todopoderoso, creyendo en su
rudeza que cada barbaridad, cada crimen, aceleraba su perdón.

Pero pasaban los años, todo eran promesas, y el _roder_, creyendo
firmemente en la omnipotencia del diputado, achacaba a desprecio o
descuido la tardanza del indulto.

La sumisión trocose en amenaza, y don José sintió el miedo del domador
ante la fiera que se rebela. El _roder_ le escribía a Madrid todas las
semanas con tono amenazador. Y estas cartas, garrapateadas por la
sangrienta zarpa de aquel bruto, acabaron por obsesionarle, por
obligarle a marchar al distrito.

Había que verles después de la _paella_, hablando en un rincón del
huerto; el diputado, obsequioso y amable. _Bolsón_, cejijunto y
malhumorado.

--He venido sólo por verte--decía don José, recalcando el honor que le
concedía con su visita--. ¿Pero qué son esas prisas? ¿No estás bien,
querido Quico? Te he recomendado al gobernador de la provincia; la
Guardia civil nada te dice... ¿qué te falta?

Nada y todo. Es verdad que no le molestaban, pero aquello era inseguro,
podían cambiar los tiempos y tener que volver al monte. Él quería lo
prometido: el indulto, _¡recordóns!_ Y formulaba su pretensión tan
pronto en valenciano como en un castellano de pronunciación
ininteligible.

--Lo tendrás, hombre, lo tendrás. Está al caer; un día de estos será.

Sonrió _Bolsón_ con ironía cruel. No era tan bruto como le creían. Había
consultado a un abogado de Valencia, que se había reído de él y del
indulto. Tenía que dejarse coger, cargarse con paciencia los doscientos
o trescientos años que podrían salirle en innumerables sentencias, y
cuando hubiese extinguido una parte de presidio, como quien dice de aquí
a cien años, podría venir el tal indulto. ¡Recristo! Basta de broma: de
él no se burlaba nadie.

El diputado se inmutó viendo casi perdida la confianza del _roder_.

--Ese abogado es un ignorante. ¿Crees tú que para el gobierno hay algo
imposible? Cuenta con que pronto saldrás de penas: te lo juro.

Y le anonadó con su charla; le encantó con su palabrería, conociendo de
antiguo el poder de sus habilidades de parlanchín sobre aquella cabeza
fosca.

Recobró el _roder_ poco a poco su confianza en el diputado. Esperaría;
pero un mes nada más. Si después de este plazo no llegaba el indulto, no
escribiría, no molestaría más. Él era un diputado, un gran señor, pero
para las balas sólo hay hombres.

Y despidiéndose con esta amenaza, requirió el retaco y saludó a toda la
reunión. Regresaba a su pueblo; quería aprovechar la tarde, pues hombres
como él sólo corren los caminos de noche cuando hay necesidad.

Le acompañaba el carnicero de su pueblo, un mocetón admirador de su
fuerza y su destreza, un satélite que le seguía a todas partes.

El diputado los despidió con afabilidad felina.

--Adiós, querido Quico--dijo estrechando la mano del _roder_--. Calma,
que pronto saldrás de penas. Que estén buenos tus chicos: y dile a tu
mujer que aún recuerdo lo bien que me trató cuando estuve en vuestra
casa.

El _roder_ y su acólito tomaron asiento en la tartana de su pueblo,
entre tres vecinas que saludaron con afecto al _siñor Quico_ y unos
cuantos chicuelos que pasaban las manos por el cargado retaco como si
fuese una santa imagen.

La tartana avanzaba dando tumbos por entre los huertos de naranjos,
cargados de flor de azahar. Brillaban las acequias, reflejando el dulce
sol de la tarde, y por el espacio pasaba la tibia respiración de la
primavera impregnada de perfumes y rumores.

_Bolsón_ iba contento. Cien veces le habían prometido el indulto, pero
ahora era de veras. Su admirador y escudero le oía silencioso.

Vieron en el camino una pareja de la Guardia civil, y _Bolsón_ la saludó
amigablemente.

En una revuelta apareció una segunda pareja, y el carnicero moviose en
su asiento como si le pinchasen. Eran muchas parejas en camino tan
corto. El _roder_ le tranquilizó. Habían concentrado la fuerza del
distrito por el viaje de don José.

Pero un poco más allá encontraron la tercera pareja, que, como las
anteriores, siguió lentamente al carruaje, y el carnicero no pudo
contenerse más. Aquello le olía mal. ¡_Bolsón_, aún era tiempo! A bajar
en seguida; a huir por entre los campos hasta ganar la sierra. Si nada
iba con él, podía volver por la noche a casa.

--_Sí, siñor Quico, sí_--decían las mujeres asustadas.

Pero el _siñor Quico_ se reía del miedo de aquellas gentes.

--_Arrea, tartanero... arrea._

Y la tartana siguió adelante, hasta que de repente saltaron al camino
quince o veinte guardias, una nube de tricornios con un viejo oficial al
frente. Por las ventanillas entraron las bocas de los fusiles apuntando
al _roder_, que permaneció inmóvil y sereno, mientras que mujeres y
chiquillos se arrojaban chillando al fondo del carruaje.

--_Bolsón_, baja o te matamos--dijo el teniente.

Bajó el _roder_ con su satélite, y antes de poner pie en tierra ya le
habían quitado sus armas. Aún estaba impresionado por la charla de su
protector, y no pensó en hacer resistencia por no imposibilitar su
famoso indulto con un nuevo crimen.

Llamó al carnicero, rogándole que corriese al pueblo para avisar a don
José. Sería un error, una orden mal dada.

Vio el mocetón cómo se le llevaban a empujones a un naranjal inmediato,
y salió corriendo camino abajo por entre aquellas parejas, que cerraban
la retirada a la tartana.

No corrió mucho. Montado en su jaco encontró a uno de los alcaldes que
habían estado en la fiesta... ¡Don José! ¿Dónde estaba don José?

El rústico sonrió como si adivinara lo ocurrido... Apenas se fue
_Bolsón_, el diputado había salido a escape para Valencia.

Todo lo comprendió el carnicero: la fuga, la sonrisa de aquel tío y la
mirada burlona del viejo teniente cuando el _roder_ pensaba en su
protector, creyendo ser víctima de una equivocación.

Volvió corriendo al huerto, pero antes de llegar, una nubecilla blanca y
fina como vedija de algodón se elevó sobre las copas de los naranjos, y
sonó una detonación larga y ondulada, como si se rasgase la tierra.

Acababan de fusilar a _Bolsón_.

Le vio de espaldas sobre la roja tierra, con medio cuerpo a la sombra de
un naranjo, ennegrecido el suelo con la sangre que salía a borbotones de
su cabeza destrozada. Los insectos, brillando al sol como botones de
oro, balanceábanse ebrios de azahar en torno de sus sangrientos labios.

El discípulo se mesó los cabellos. ¡Recristo! ¿Así se mataba a los
hombres que son hombres?

El teniente le puso una mano en el hombro.

--Tú, aprendiz de _roder_, mira cómo mueren los pillos.

El _aprendiz_ se revolvió con fiereza, pero fue para mirar a lo lejos,
como si a través de los campos pudiera ver el camino de Valencia, y sus
ojos, llenos de lágrimas, parecían decir: «Pillo, sí; pero más pillo es
el que huye.»

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